Divagando: La Vida Eterna

Quizás la fiebre y el malestar de un resfrío mal cuidado me hayan jugado malas pasadas, pero también me llevaron a ahondar, una vez más, en el propósito de la vida y en cómo, después de la muerte, seguimos existiendo, aunque de un modo misterioso que solo podremos contemplar cuando ya no podamos contarlo a quienes permanecen en la dimensión terrenal.

Divagar espiritualmente es un caminar fascinante que puede reorientarnos y advertirnos sobre ciertos “entrenamientos” necesarios para vivir desde aquí y ahora una eternidad en plenitud y fraternidad.

El más allá

Creo que podemos contar con algunas certezas básicas para empezar: allí no hay necesidades materiales que nos distraigan de lo esencial. No es preciso levantarse al alba para trabajar ni luchar por un espacio en la sociedad. Todo es abundancia, y la Providencia divina provee cuanto necesitamos para nuestra dicha. Tampoco se requiere buscar wifi, porque estamos conectados desde el alma unos con otros. Tenemos conciencia de ser nosotros mismos y, al mismo tiempo, somos parte de una totalidad.

En el cielo no existen las redes sociales para figurar, ofrecer o comprar. Todos se conocen y se aman por lo que son, sin necesidad de aparentar. En la eternidad no hay límites, fronteras ni propiedades que defender ni bienes que acaparar. Es una danza permanente y maravillosa de amor, donde los espíritus se entrelazan como acuarelas y se complementan en su diversidad.

Otro poco

En el cielo no hay miedo, mal ni enfermedad que limite la creación original. Nadie necesita defenderse, atacar ni preocuparse por la comida, la salud, el colesterol o el calentamiento global. Es un presente bullente de maravillas y bondad, que multiplica el gozo en cada instante.

Si todos vamos, sí o sí, a dejar esta dimensión física y nuestro destino final es la eternidad, quizás deberíamos entrenarnos ya en algunos verbos que casi han desaparecido de nuestro vocabulario.

Los verbos que nos rigen hoy

Por desgracia, para la inmensa mayoría de la humanidad, los verbos que dominan la vida no tienen nada que ver con lo eterno: rendir, trabajar, luchar, ocupar el primer lugar, tener, consumir, dominar, triunfar, asegurar, vender… verbos que llenan la agenda mundial.

En cambio, los verbos de la eternidad —amar, servir, escuchar, sanar, aprender, gozar, enseñar, complementar, cuidar, proteger, maternar— son vistos como signos de debilidad y mirados en menos por una sociedad enferma de masculinidad tóxica y no paternal.

María, la esperanza de la humanidad

En medio de esta distorsión existencial, y conociendo el clímax de la necedad humana al que hemos llegado, surge María como símbolo y puente para entrenarnos en la vida eterna desde aquí. Celebrando su Asunción contemplamos a una mujer sencilla, de corazón infinito, que comprendió el propósito de estar en este mundo y por eso dijo “sí” a Dios. Cobijó a su Hijo y, como una verdadera maestra espiritual, nos mostró lo que de verdad importa. Ella es un pedazo de eternidad encarnado, que dio a luz a Jesús para indicarnos cómo vivir y llegar al más allá con alegría y paz.

Ya advertí que mis palabras brotan de un cerebro febril, pero más aún de un corazón apasionado por anunciar una nueva manera de relacionarnos con todo y con todos, que nos permita construir cielos desde aquí y para la eternidad.

Ojalá muchos se unan a esta cruzada re-evolucionaria de despertar del engaño del poder y lo material. Nada de eso cabe en el paso a la eternidad. Solo podremos llevar un corazón rebosante de amor, nuestro verdadero pasaporte para ser bien recibidos “allá”.