La paz que no es del mundo
- Trini Ried
- 29 may
- 3 Min. de lectura
La paz que no es del mundo
“Les dejo la paz, les doy mi paz, pero no como la da el mundo. ¡No se inquieten ni teman!” (Jn 14,27). Escuchar hoy estas palabras de Jesús no puede ser una coincidencia. Es, más bien, una respuesta luminosa a la súplica que recorre el planeta entero. Necesitamos amplificar esta voz como si hablara a través de un gran parlante universal, porque somos muchos (muchísimos más de lo que imaginamos) los que anhelamos volver a lo esencial: a lo humano, lo íntimo, lo sagrado, lo natural. Aunque sea por un instante, suspender la crueldad, la guerra, la violencia, el egoísmo, la destrucción y la maldad.
Extrañamos el amor manifestado en los vínculos cotidianos, simples y libres, sostenidos por la gratuidad y no por el interés. Estamos hastiados de prejuicios, divisiones, fronteras, narcisismos, superficialidades y un consumismo banal que vacía el alma. En el fondo, la mayoría de los seres humanos deseamos lo mismo: ser buenas personas, sabernos amados, amar, aprender de la verdad que el otro me regala y construir comunidad.
Unos pocos poderosos
Estamos agotados de seguir a unos pocos poderosos enceguecidos por la ambición y la imagen, que se creen dueños de la verdad. Pero la verdad no es propiedad privada: se revela en el conjunto diverso, silencioso y complejo de la humanidad, donde cada subjetividad posee la misma dignidad y el mismo derecho a vivir su proyecto de vida en paz.
Sí, soy soñadora de una sociedad más democrática, igualitaria, fraterna y espiritual. Creo profundamente que podemos enriquecernos mucho más si compartimos en vez de acaparar; si nos escuchamos en vez de dominarnos; si nos conocemos en vez de descartarnos. Podemos resistir la fuerza del individualismo y empezar a ver la unidad que nos sostiene.

La paz que viene de Dios no es complaciente. No es un paraíso tropical ni una comodidad sin costo. A Jesús le costó la vida, y a sus verdaderos seguidores también. La paz de Cristo nace de la certeza de estar obrando conforme al Amor universal, aunque eso implique perder la vida o, simplemente, la “fama” en una red social.
Discípulo del Señor
Ser discípulo del Señor es nadar contra la corriente. Es armar cardúmenes que se muevan en dirección contraria al paradigma dominante. Es saberse parte de una aristocracia democrática, donde todos son nobles, no por títulos ni méritos, sino por el simple hecho de ser hijos de Dios y hermanos con igual dignidad.
Encarnar esta paz no es fácil. Es más cómodo seguir el curso del temor colectivo y del pesimismo global. Pero es precisamente en estos tiempos inciertos cuando más debemos dar testimonio de que somos seres espirituales, llamados a desplegar una existencia que multiplica el don recibido y alaba a Aquel que nos envió con nuestro ser y hacer.
Es esta generación la llamada a encarnar una paz que no es de este mundo, sino la de un Reino mucho más pleno, bello y verdadero que el que podemos tocar. Debemos traer la paz del Reino de Dios a nuestro presente: una paz fundada en la justicia, la solidaridad, el amor y la certeza de que somos un solo cuerpo, y que nos afectamos mutuamente (para bien o para mal).
Más auténticos
Es una paz construida con infinitas decisiones conscientes que nos hagan a nosotros mismos y a los demás más humanos, felices, abundantes y auténticos con nuestra misión. Esto no se vive solo en grandes espacios de política, sociedad o religión, sino en nuestras casas, calles, colegios, trabajos y en la creación.
Quizás el mundo y su historia sigan igual, pero no podemos renunciar a los ideales, a las estrellas que iluminan nuestro cielo. Porque, si no, las luces del mundo terminarán apagando el alma, y quedaremos a la deriva en una sociedad sin horizonte, sin orden ni verdadera autoridad.
Como el mismo Señor, debemos vivir con la certeza de que Dios está de nuestro lado, que triunfó y que siempre triunfará.
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