María, la de los caminos difíciles

En noviembre, cuando en buena parte de Latinoamérica celebramos el mes de María, vuelvo a mirar a esa mujer que solemos pintar demasiado perfecta, demasiado distante, demasiado azul cielo. Una figura tan pulida que a veces cuesta reconocer en ella a la joven concreta, llena de preguntas, que tuvo que abrirse paso entre el polvo de Galilea, las habladurías del pueblo, los sobresaltos de la vida y las sombras que siempre acompañan a quienes se atreven a decir un “sí” sin garantías.

María no fue la heroína que algunos imaginan, blindada contra el miedo o la duda. Fue, más bien, la mujer que se dejó atravesar por la existencia. Una ‘anawim’ entre los ‘anawim’: humilde no por virtud decorativa, sino porque sabía que nada (ni la vida, ni el hijo, ni el rumbo del mundo) estaba bajo su control. Quizás por eso es que sigue hablándonos: porque representa la confianza desnuda, esa que no se funda en certezas sino en disponibilidad.

Nos incomoda

Cuando observo nuestro tiempo (tan lleno de ruido, competencia, sobresalto y urgencia), pienso que la imagen de María nos incomoda. Vivimos en una sociedad que idolatra la productividad, la autosuficiencia y la opinión fuerte. Ella, en cambio, aparece como un signo silencioso, ajena al brillo de la autopromoción. No viene a darnos recetas ni a pelear por un espacio de influencia. Su modo es otro: escucha, guarda, contempla, acompaña. Y desde ahí actúa, con una fuerza que nace de dentro y no de los aplausos.

Pero no la confundamos con la pasividad. María fue una mujer valiente. No se quedó mirando el sufrimiento de su pueblo desde la ventana. Fue aprisa a acompañar a Isabel; caminó fronteras para proteger la vida de su hijo; sostuvo a Jesús cuando fue incomprendido, criticado y perseguido; y permaneció de pie junto a la cruz, cuando casi todos escapaban. Su vida es una contradicción viviente para quienes creen que la fe consiste en repetir fórmulas o custodiar tradiciones sin que nos afecten por dentro.

En este mes de María, quizás la invitación no sea llenarla de flores (que está bien y es lindo), sino pedirle que vuelva a despertarnos. Que nos enseñe a confiar cuando estamos cansados, a sostener cuando otros flaquean, a guardar silencio cuando el mundo grita, a caminar ligeros cuando el miedo nos quiere inmóviles. Que nos enseñe a ser pequeños en un mundo que exige grandezas artificiales.

Se acerca sin imponerse

María sigue siendo, para muchos de nosotros, la madre que se acerca sin imponerse, que se sienta al lado sin preguntar, que nos recuerda que la fe madura cuando dejamos de controlar y empezamos a escuchar. Y, aunque el mundo pareciera insistir en que solo valen los fuertes, los rápidos y los visibles, ella nos muestra otro camino: el de la presencia sencilla, esa que transforma sin ruido, que sana sin discursos, que abre portales donde no había puertas.

Quizá este noviembre podamos volver a ella sin idealizarla ni achicarnos frente a su figura. Volver como somos: con cansancios, búsquedas, preguntas, heridas y anhelos. Porque María nunca ha sido la madre de los impecables, sino la compañera de los que están aprendiendo a vivir con un corazón disponible.